¿Dónde nacen los odios? ¿Dónde se asientan los rencores? ¿En dolores
diferidos que traspasan generaciones? ¿En injusticias jamás resueltas,
así pasen los años? Un encuentro insospechado nos lleva a lugares
inimaginados. En ocasiones, si nos dejamos conducir mansamente a través de los
más enrevesados meandros de los ríos perdidos, nos sentimos
transportados a tiempos llenos de luces. O de sombras.
Hoy, mi casual asistencia a la presentación de la última obra de Jesús Maeso sobre un cartógrafo español en China que lucha por reivindicar la memoria de su padre injustamente ejecutado por la justicia del Rey ("La caja china"), me hace explorar indeseadamente sendas poco holladas. Hablar del dolor es doloroso; hablar de ese dolor que sólo intuyo, que nada más imagino y que nunca experimenté, que recreo, agrando, encojo, tergiverso o transformo, ese dolor que no es mío si no que es de otros, de mis ancestros nunca conocidos, también duele.
Nunca supe demasiado de mi abuelo. Siempre que pregunté por él me dijeron que había muerto en la guerra. Sin más. Sólo eso. Y siempre que inquirí a mi padre sobre cuál había sido su papel en ella se me dijo que la había perdido, pero que vivíamos bien y ahora era mejor callar. Viví o contemplé desde la distancia como tantos otros de mi generación un mundo lleno de omisiones, silencio y dolor contenido. Y todo eso, tras un muerto en casa y un preso de por vida, nunca curado, nunca rehabilitado de sus heridas.
Con los años y a fuerza de comprender y entender que por fin era libre, mi padre habló y pudo explicar que su padre, mi abuelo, era un hombre culto, formado, técnico titulado al servicio del Pueblo, responsable, profundamente respetado por la sociedad con la que se había comprometido, republicano a carta cabal, entregado a su trabajo, a la República y a sus ideales y que por ellos había sido asesinado, mucho después de acabar la maldita y malllamada guerra que de incivil lo tenía todo. Juzgado en una parodia de proceso, muerto, fusilado, asesinado por terroristas canallas que mentían, que prevalecían por la fuerza del terror sembrado, que amedrentaban, que tenían armas, que las usaban, que mataban. Asesinado. Asesinado.
Y mi padre y tantos millones de padres y madres, de hijos e hijas, de hermanos y hermanas aterrorizados, debieron callar, por miedos omitidos, por prudencia, por silencios diferidos. ¿Dónde nacen entonces los odios? ¿Dónde se asientan en substancia los rencores? ¿Cuándo ocurrió que los nietos nos convirtiéramos en justicieros y paladines de los abuelos perdidos y nunca conocidos? ¿Y por qué sentimos como propias en nuestra entrañas las injusticias de las que fueron víctimas? Carezco de respuestas. Porque en este terrible y desigual mundo olvidadizo que prefiere desterrar y liquidar recuerdos, nada puedo aportar para oponerme a su desmemoria, excepto mi testimonio por los que se fueron callando, por sus miedos siempre omitidos, por aquella prudencia extrema, por esos silencios diferidos que querían proteger la continuidad de un rebelde linaje. Mi continuidad. La tuya.
Hoy, mi casual asistencia a la presentación de la última obra de Jesús Maeso sobre un cartógrafo español en China que lucha por reivindicar la memoria de su padre injustamente ejecutado por la justicia del Rey ("La caja china"), me hace explorar indeseadamente sendas poco holladas. Hablar del dolor es doloroso; hablar de ese dolor que sólo intuyo, que nada más imagino y que nunca experimenté, que recreo, agrando, encojo, tergiverso o transformo, ese dolor que no es mío si no que es de otros, de mis ancestros nunca conocidos, también duele.
Nunca supe demasiado de mi abuelo. Siempre que pregunté por él me dijeron que había muerto en la guerra. Sin más. Sólo eso. Y siempre que inquirí a mi padre sobre cuál había sido su papel en ella se me dijo que la había perdido, pero que vivíamos bien y ahora era mejor callar. Viví o contemplé desde la distancia como tantos otros de mi generación un mundo lleno de omisiones, silencio y dolor contenido. Y todo eso, tras un muerto en casa y un preso de por vida, nunca curado, nunca rehabilitado de sus heridas.
Con los años y a fuerza de comprender y entender que por fin era libre, mi padre habló y pudo explicar que su padre, mi abuelo, era un hombre culto, formado, técnico titulado al servicio del Pueblo, responsable, profundamente respetado por la sociedad con la que se había comprometido, republicano a carta cabal, entregado a su trabajo, a la República y a sus ideales y que por ellos había sido asesinado, mucho después de acabar la maldita y malllamada guerra que de incivil lo tenía todo. Juzgado en una parodia de proceso, muerto, fusilado, asesinado por terroristas canallas que mentían, que prevalecían por la fuerza del terror sembrado, que amedrentaban, que tenían armas, que las usaban, que mataban. Asesinado. Asesinado.
Y mi padre y tantos millones de padres y madres, de hijos e hijas, de hermanos y hermanas aterrorizados, debieron callar, por miedos omitidos, por prudencia, por silencios diferidos. ¿Dónde nacen entonces los odios? ¿Dónde se asientan en substancia los rencores? ¿Cuándo ocurrió que los nietos nos convirtiéramos en justicieros y paladines de los abuelos perdidos y nunca conocidos? ¿Y por qué sentimos como propias en nuestra entrañas las injusticias de las que fueron víctimas? Carezco de respuestas. Porque en este terrible y desigual mundo olvidadizo que prefiere desterrar y liquidar recuerdos, nada puedo aportar para oponerme a su desmemoria, excepto mi testimonio por los que se fueron callando, por sus miedos siempre omitidos, por aquella prudencia extrema, por esos silencios diferidos que querían proteger la continuidad de un rebelde linaje. Mi continuidad. La tuya.