Me visten de domingo, aunque es jueves. O de primera comunión, con mi
trajecito blanco, camisita y canesú. Y con un abrigo fino sobre el
trajecito, pues hace fresco, frío en la madrugada de hoy día de la
Merced, 24 de septiembre de 1.942. Arrecía como estoy, andamos casi toda
la noche o así me lo parece a mí, reventaita de sueño, desde la chabola
hasta la parada del autobús. Y allí, entre tanto traqueteo y meneo, en
medio del estruendo de los baches en duros asientos de madera, concilio
el sueño durante varias horas, hasta que mi madre a duras penas me
despierta. Le urge que le ayude a cargar las cajas con la harina de
almorta, el chorizo y la rarísima y cara azucar moreno, todo para Papá.
Está en la cárcel con sus compañeros, con los de mi madre, por haber
perdido la guerra. Sólo por haberla perdido y por haber defendido a los
pobres, que podía haberla ganado y entonces hubiera estado fuera. Mamá
me repite que Papá es un hombre bueno y que cuando en el patio del cole
las otras niñas se metan conmigo, yo he de decirles que mi Padre es
inocente y que cuando venga a recogerme, les va a dar una torta a todas
las que me llaman roja y comunista y me hacen llorar. Tras casi una hora
andando, llegamos hasta el rastrillo de la prisión y después del
registro de los víveres, nos dejan pasar al patio. Allí, entre las
formaciones de los presos y tras la misa y durante las voces de rigor,
¡Franco, Franco, Franco! Arriba España..., conseguimos divisar la
delgada silueta de Papá, enjuto por el hambre y consumido por la
alferecía y las calenturas. Hoy nos dejan verle y darle un beso, una vez
al año, y hacernos los niños y niñas una foto con él y con sus amigos
presos. Tras romper la formación y sólo después de las órdenes de los
guardias, dejan que nos abracemos y que posemos para la instantánea que
servirá de prueba de vida a las familias de los presos que no han podido
llegar a tiempo por encontrarse a cientos de kilómetros de distancia
del penal. Papá nos cuenta mil cosas, nos dice que está bien, sonríe
forzando un rictus fingidamente alegre, rebusca entre el embutido y la
harina y nos besa mientras se despide despacio, sentidamente y en
silencio de nosotras. Pero antes de decirnos adios, me alza hasta su
altura y percibo las costillas entre sus casi esqueléticos brazos
al tiempo que me dice al oído: "No me olvides jamás, niña. Y no dejes nunca
que mi nombre se borre de la historia". Y yo se lo juraba. Y lo sigo
jurando. Así es. Así fue. Papá murió en la cárcel, sin atención médica,
de tisis decían algunos, de avitaminosis otros, "lo mataron de hambre
por rojo" exclamaba mi madre. Y ella murió de pena, años después. Los
asesinaron a los dos, concluí yo décadas más tarde. Me dicen "Pepita",
aunque mis padres me llamaron Libertad. Pero los malos mataron a mis
padres y ni siquiera me dejaron usar mi propio nombre. Por eso, por
ellos no olvido. Ni perdono. Por eso, hoy estoy aquí, dando testimonio.
El texto de esta entrada es fruto de una inspiración, sugerido tras mi visita a la página http://www.joseyrafaela.com/, que recoge las memorias de José Picado Maldonado (1902-1992), resistente comunista y antifranquista superviviente de la terrible represión y veterano de mil cárceles. La fotografía ha sido extraída de este sitio web y en él tiene este pie de foto original: "Presos con sus hijos. Mi madre Libertad llamada "Pepita" (sentada) y su hermana Alberta a mano izquierda con mi abuelo.".